Decimos que estos males son
una degradación de nuestras vidas, el hundimiento estrepitoso de nuestro modelo
social y la obra maestra de inteligencias fracasadas. En nuestro caso, la caída violenta de la
dignidad de las víctimas. Aunque vivimos
una democracia indolente, sin obligaciones ni sanciones, que concede solo
derechos porque los deberes carecen de atractivo político.
Pudieran pensar los lectores
que dramatizamos la situación de las víctimas, pero al momento en que una mujer
o un hombre, con urgencias sexuales, toma una niña o un niño, como una mera
hembra o macho, como un instrumento de sus deseos pervertidos, actúa
respondiendo a sus instintos naturales, aunque inmoralmente.
Agreden estas violaciones la
vida de estas personas, y son ellas – las víctimas – quienes sostienen contra
si mismas la dignidad de los derechos, las garantías del debido proceso de ley,
y somos sus posibles víctimas quienes garantizamos la vigencia de sus
derechos. ¿Qué código garantiza la
circulación de los ciudadanos en este Estado de Derecho?
Pensemos en que estos males
son contagiosos y toda democracia tendrá límites y parecerá inútil frente a sus
acciones; puesto que se apoyará en procedimientos éticos y legales para
combatirlos. Sin embargo, hemos caído en
un estado de arrogancia y fuerza, en el cual autoridades, delincuentes y
criminales cometen abusos contra la población, y donde muchas cosas discutibles
ni se discuten ni se piensan.
Necesitamos planes políticos
y sociales que aporten inteligencia a la desconfianza, a las cautelas y al
miedo de los ciudadanos, para que estos se transformen en fundamentos
democráticos de los valores y deberes de convivencia pacífica y de orden.
Luce inerme nuestra
democracia frente a la violencia, la criminalidad y la delincuencia, porque su
pecado original es la filosofía que la precede.
Esta culpabilidad política es la que altera el orden de las jerarquías y
de las prioridades de todos los proyectos y procedimientos de protección y
seguridad ciudadana. Por eso, la realidad de estos males aparece difractada y
las autoridades, los cuerpos policiales, las fuerzas de seguridad y el
Ministerio Público dudan hasta de su propia identidad democrática.
Examinemos la militarización
de politur, de la policía escolar, de los aeropuertos, de los puertos, de las
fronteras terrestres y como la radicalización de estos males, por la
complicidad y la implicación de militares y policias en las operaciones de los
criminales, desalojan a los ciudadanos, a las instituciones públicas y privadas
y a la sociedad de su dignidad democrática.
Dependemos, víctimas y
víctimas potenciales, de las aventuras gubernamentales, lo que obliga a las
víctimas a pactar con los delincuentes y con los criminales los daños
recibidos. Con protocolos indecentes de
pagos por la devolución de bienes robados, con la intermediación de oficiales
policiales, como prolongación catastrófica de esta enfermedad del poder
político y social dominicano.
Estamos enfrentados a
situaciones bien vertebradas, ubicuas y esquivas donde al parecer carecemos de
interlocutores capaces de percibir, con claridad, sus responsabilidades. Y una cosa es la nueva modificación al código
procesal penal o la reforma policial, con la que quieren conformarnos, y otra
muy distinta es, atacar los problemas generales de la violencia, la
criminalidad y la delincuencia.
Rogamos de las autoridades
una clara conciencia de nuestra situación regional y de las precariedades
administrativas y de gobierno para afrontar este reto. Mas allá del afán de las autoridades en
vender los progresos penales como la anulación de la injusticia y de los abusos
de los delincuentes contra sus víctimas.
Santo Domingo, D. N.
13 de Junio, 2013.-
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